"Yo no sé hablar como todos, mis palabras suenan extrañas y vienen de lejos,

de donde no es, de los encuentros con nadie.

¿Qué artículos de consumo fabricar con mi melancolía a perpetuidad?"

Alejandra Pizarnik


lunes, 28 de septiembre de 2009

El Asesino de Abejas

“Amor antiguo, cuya remembranza
cada amorosa perspectiva cierra,
eres esa emoción que sólo alcanza
quien se acuerda del mar desde la tierra”
Amor Antiguo – Francisco Luis Bernárdez

El olor del Croissant caliente a las 9:45 de la mañana siempre me hace recordarlo.

Manuel.

La historia es bastante extraña. Cursábamos el mismo grado, en el mismo grupo: 6°-D. Desde tercero de primaria mi lista de amigos había sido reducida, por orden de la directora de grupo debía salir al recreo con gente diferente, “para que aprenda a integrarse”, había dicho doña Dora, la profesora de tercero.

Y yo que hacía, si eso de hacer amistad no se me daba fácil y prefería andar siempre con los ‘raritos’ que buscábamos la manera de sacar al Titanic de las profundidades del Pacífico norte.

El caso es que había entrado en el bachillerato… y allí estaba yo sentado en un murito en clase de Educación Física, mirando volar una abeja a ras de suelo.

¡Pam, pam, pam! Un zapato sobre las diminutas rayas negras y amarillas.

-Hey, no la mate, no la mate.
-Por qué, y si nos pica.
-Ellas no pican, no ve que no tienen pico.

El asesino de mi protegida era Manuel, un muchachito delgado, pálido, unos ojos castaños bien puestos a lado y lado de una nariz que se me daba mal recordar.

-Manuel Alejandro.
-Julio César.

Rara vez me presento completo, pero en vista de que Manuel presentaba su duplo, yo coloqué sobre la mesa ese par que yo llevo adentro; para que no quedáramos incompletos.

Lo que pasó después fue lo que ya habían previsto los profesores de primaría, me había echado a perder. Ya no quería ‘aprender a intégrame’ a nadie más, me bastaba sentarme en los recreos con Manuel a contarnos las tramas de las películas que queríamos que el otro viera algún día.

-… entonces él se asoma por una de las vitrinas del centro comercial y ¡Buh!, aparece uno de los muertos vivientes, sin un ojo y sin la mano izquierda…

-… entonces la profesora llama a la mamá del niño porque ha estado dibujando unos garabatos todos raros, con unos círculos y sangre…

-…entonces el niño se ha quedado congelado en un carro en el fondo del mar, con su oso de peluche. Muchos años después unos seres, como extraterrestres, lo descongelan…

-… entonces ella no sabe como decirle que la ama, porque su amiga jamás lo va a entender y ella sabe que no es debido…

El ultimo día de clases de ese año llegué a mi casa muy enfermo, algo se estaba fraguando en mis vísceras, algo muy extraño. Pasé una semana entera en la cama, los juicios médicos no eran alarmantes, mi autodiagnóstico sí que lo era. Fue entonces cuando supe que el nombre científico para el amor debía ser Gastritis Erosiva.

Para enero del año siguiente la molestia había desaparecido. Tiempo de alistarse para mi segundo año de bachillerato. Pero, ¡oh, sorpresa!, fue sólo cuestión de pensar en el regreso a clases para que aparecieran otra vez ese ardor y ese temblor en la barriga. Podría jurar que caería nuevamente a la cama sino es porque el malestar se correspondía con la imagen del asesino de abejas en mi cabeza.

Para mi fortuna en un principio y mi desgracia meses después, los años que siguieron los cursamos en grupos diferentes. 7°-H él, 7°-E yo.

-A las 9:45 en el murito de siempre- Me atajó una mano a las siete de la mañana cuando buscaba mi salón el primer día de clases del nuevo año.

Hice de tripas corazón para no vomitarme en ese instante. Qué dicho más adecuado: ‘de tripas corazón’. Claro Manuel, en el recreo nos vemos.

Y en el recreo era que me moría cada mañana. Croissant de queso, gaseosa de ochocientos y vamos Manolito para el murito nuestro a contarnos cuentos.

Yo no podía con mis intestinos, ellos querían irse volando. Aunque era peor a la salida del colegio cuando ya no había nada que hacer, el día que se ha ido y esperar al otro que trajera su tortuosa pero placentera hora del descanso.

Para mitad de año, cuando logré controlar mis ácidos estomacales y el chasquear de mis rodillas, ya el miedo de haberme enamorado de un muchacho era cuento viejo. Veía crucifijos por todas partes, pero en la capilla lo único que pensaba era en la carita de Manuel: Los labiecitos delgados y rojos, muy rojos. La cicatriz en mitad de las cejas de cuando era un niño y se había golpeado contra la barra de una de esas tiendas de lata con publicidad de Coca-Cola. Los ojos a lado y lado de esa nariz que me costaba tanto recordar.

¿Qué carajos tendría su nariz que se me hacía imposible de evocar? Llegaba a mi casa apurado, en esos afanes adolescentes, y esa nariz me hacía zancadilla cuando intentaba rememorarla. Era como si entre el vapor de la tina y mis ansias puberales se tragaran los rasgos de Manuel, y me juraba aprendérmelo de memoria al otro día.

Lo mejor comenzó con la llegada de los celulares a nuestra generación. Prometimos en cada recreo que conseguiríamos uno con cámara y que lo intercambiaríamos cada semana; nunca lo hicimos.

Pero teníamos nuestros humildes aparatos celulares que servían para mandar mensajes de texto a cualquier hora, entre clases:

Has recibido un SMS de Manuel:
Hola, a las 8:25 en la capilla. Llevá tu celular para que juguemos.

¡Ah!, las escapadas de clase para ir a ver a Manuel a la capilla. Tan espirituales estos muchachos, debían pensar los que pasaban a echarse la bendición a esas horas de la mañana. Todo estaba fríamente calculado: pedíamos una cita médica en la recepción por si algún profesor nos encontraba desprevenidos fuera de los salones, y nos íbamos a la capilla con la excusa de esperar la hora indicada de ir a la enfermería. A veces nos encerrábamos en el confesionario y… bueno, me tocaba morderme la lengua y agarrarme las manos para no ir a saltarle a Manuel encima, que jugaba frente a mí con mi celular, que tenía el juego que a él le gustaba.

-Manuel…
-¿Qué?
-Nada, era una bobada.
-¿Qué pasó?
-No, no, nada, olvídelo.

Bueno, al menos en esos momentos aprovechaba para aprendérmelo, no fuera que esa nariz se me borrara otra vez. ¡Ay, Dios!, si hubiesen visto la manera como se movía su labio inferior cuando jugaba en el celular, le daba pequeños brinquitos nerviosos, y yo me hacía a la idea de que era porque estaba sintiendo lo que yo estaba pensando.

-Manuel, a vos te tiembla el labio de abajo, ¿por qué?
-No sé, no me doy cuenta… vos sí te fijás en esas cosas.
-Es que es muy gracioso, como sí yo… pues, como si estuvieras rezando para que no se callera el muñequito del juego.
-No, es que… yo quiero…

Mierda, y entra el de Religión y nos dice que qué hacemos en el confesionario, que nos salgamos. Entonces le explicamos que tenemos cita a la enfermería y nos hace salir e irnos para la sala de espera… sí claro, cómo no, nos íbamos era para el preescolar donde había un arrume de sillas plásticas blancas y nos podíamos esconder y seguir… jugando en el celular.

Cuando llegó Octavo tuve el impulso de decirle lo de mis entrañas. Pero no me daban los cojones. En cambio inicié una serie de actos subliminales para que él los interpretara. Aunque, no sé qué tan subliminal se pueda considerar la caricatura que pegué a mi carpeta de artística de dos muchachos tomados de las manos, o el libro de Jaime Bayly, o las respuestas que daba a todos los que pretendían joderme la vida:

-¿Es verdad que sos gay?
-No, el gay es mi novio.
-Ah, ¿Manuel?
-No, él…

Y bastaba ese nombre para que en realidad me jodieran la vida.

Sí, Manuel, ¿novio?, no, ¿qué carajos es eso? Aunque… no es disonante. ¡Ah!

Todo comienza a joderse a partir de aquí. Rumores, que no faltan en un colegio moralista y mojigato. Eso le molestó a él, también que otros llegaran a nuestro círculo íntimo del recreo para enfriar el Croissant de queso, para interrumpir el relato de la película en la mejor secuencia.

-Parecés una perra en calor. Todos andan detrás de vos. Y el resto cree que él marica soy yo.

Fue lo último que me dijo. De ahí en adelante el juego no cambió mucho, antes fue más confuso. Miradas vienen, miradas van.

-Natalia, dígale a Manuel que él sabe que yo lo aprecio y que él es mi mejor amigo.
-Mafe, dígale a Julio que él sabe… no, no le diga nada.

El día de la graduación prometí entregarle una carta, pero me pudo el miedo. Sabía que esta historia no sería la misma de haberlo hecho porque tendría un colofón. Aunque, también pienso en esa canción que dice que ‘los amores cobardes no llegan a amores, ni a historias, se quedan allí’. No sé que tendrá de particular esta historia, quizás nada y sólo la disfrute yo al escribirla, la primera puñalada que el amor nos da es la que nunca se olvida. Pero heme aquí, contradiciendo al señor Rodríguez y su canción, cómo le parece: la ha salvado el recuerdo, la ha narrado un zopenco.

Qué cosa más extraña, lo pienso ahora y su nariz no era tan difícil de recordar. Será porque me robé una de las fotos que estaban expuestas en la graduación, a la salida del colegio, de esas que toman los fotógrafos callejeros. Alguno de ellos tomó la única imagen que guardo de Manuel, y que me costó tantos años conseguir para que no se me olvidara su nariz, y me la vengo a encontrar fuera del colegio, precisamente el mismo día que supuse no lo volvería a ver.

Si tan sólo hubiese aparecido antes esa fotografía, o si yo hubiese…

Creo que así está bien. Yo le dije que estudiaría teatro, seguro se quedó creyendo en eso. Supongo que estudia algo con química, aunque sé que me miento: ‘nosotros, los de entonces, no somos los mismos’.

Mis planes por extraer al Trasatlántico del océano no transcendieron, las profecías de mis mentores se cumplieron al pie de la letra, el periodismo vino a reemplazar el vacío de talento para las artes escénicas, ya me inventaré un corcho para rellenar el agujero que me abra el periodismo. No todo está tan mal, al menos me acompañan esa fotografía y el golpe en la cara que me doy cada vez que huelo un Croissant de queso, o cuando veo una caseta con aviso de Coca-Cola en alguna carretera, o cuando los nervios me hacen temblar los labios, o las abejas vuelan a ras de suelo, o los muchachos que...

Huellas mnémicas, una duda y la gastritis erosiva; lo que me queda de Manuel, el asesino de abejas.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Nano-dramas

¿Tuviste un mal día? Medellín también amaneció jodida. La leche estaba cortada en la mañana. Un tiro recibió a la salida. Hay una puta parada en la esquina de este martes. Un alcohólico no bebe hace diez días. El desayuno se enfría y la mosca lo descompone con su saliva. La pelota aún no cae del tejado. Un camioncito de juguete ha rodado por el barranco. El recién nacido le conoce el hedor a la vida. La canilla ha llorado en la cocina. Una hoja ha quedado en blanco sin su tinta…

…Alguien hizo con la leche un quesito. El del tiro ha pagado su destino. A la puta de la esquina le ha llegado un amante. El borracho ha empeñado su vestido. El café de la mañana se ha regado y la mosca se ahoga en su festín. La pelota ha caído del tejado desinflada. El camión se ha ido a la quebrada. El neonato se acostumbra a la pestilencia. Un vaso ya consuela al grifo. Un poeta onanista ha teñido el papel con su tinta. Medellín sigue jodida. Y tú crees que tuviste un mal día.




Hasta el cielo

-Alto, más alto.
-¿Hasta dónde?

Hasta el cielo, pienso, mientras mi hermana empuja más y más fuerte el columpio.

-¡Más alto!

Ella fue por helados, yo me fui deteniendo lentamente.

Hasta el cielo.

Estático permanezco aún sobre mi columpio, diez años después, cuando sé que es imposible arañar el cielo. Ya no espero el helado, en cambio tengo un cigarrillo por sonrisa y una cerveza en la mano izquierda.

Hasta el…

lunes, 14 de septiembre de 2009

Cabaret

“Comienza por admitir que de la cuna
a la tumba no hay un largo camino,
la vida, amigo mío, la vida es un cabaret,
¡y yo amo el cabaret!”
Cabaret (1971)



La escena es la siguiente:

Mi madre sentada en el sofá de la sala de mi casa, toma una cajetilla de cigarrillos que pertenece a mi tio Luis, la abre, apresa un purillo en sus deditos regordetes, hace una manera cómo las de Catherine Zeta-Jones en Chicago, un movimiento complejo, algo así como: El cuello se estira, quedan los labios encaramados en un mentón que da sensación de seguridad, el cigarrillo entre los dedos índice y corazón es movido por una oscilación de la muñeca, similar al de las geishas con sus abanicos o las venias de los actores de teatro pero al revés, pues no es de humilde agradecimiento sino de insolente irreverencia…

¡Corten, corten! Para no complicar más las cosas voy al centro del asunto:

Mi madre sentada con el cigarrillo –aún sin encender, jamás se encenderá-, con aire de Femme Fatale dice:

-Ah, esa es mi gran frustración, no aprendí nunca a fumar. Yo, con veinte añitos menos, no me volvería a casar. Me pintaría las uñas rojo sangre toro, que combinen con los labios. Unos tacones bien altos, un vestido negro. Así toda desparpajada, toda… Cabaretera.

Y pronuncia la última palabra como si supiera a arrabal, a tango, and all that jazz!:

-Cabaretera- remojar los labios, cruzar las piernas. Combinación de Scarlett Johansson y Sharon Stone.

El Cabaret… Cabaré, dice la R.A.E., es un lugar de esparcimiento donde se bebe y se baila y en el que se ofrecen espectáculos de variedades, habitualmente de noche.

Ahora entiendo, difiere del Burdel con el que tantas veces se le ha confundido.

Entonces, lo que mi madre quería era ser mujer de taberna, cigarrillos, lápiz labial. De esas a las que las señoras camanduleras no les pierden el rastro, más por envidia que por cualquier hostigamiento a la moral o a la entre pierna de sus maridos.

La imagino como Liza Minnelli cantando ‘You have to understand the way I am, Mein Herr. A tiger is a tiger, not a lamb. Mein Herr. You'll never turn the vinegar to jam, Mein Herr’.

Ah, ‘qué cosas hermano, que tiene la vida’ dice un tango, ‘qué cosas tener que llorar’ responde otro. Qué cosas. Pero con los años no queda tiempo para lamentarse. Cabaretera es un sueño, la vida es otra cosa. La Vida, ¿Qué cosa más extraña, qué carajos es La Vida?

Me basta la definición de la Minnelli cuando interpreta a Sally Bowles en Cabaret (1972): “La vida es un Cabaret, viejo amigo”.

Cabaret, ¡ah!, seguro Emily Dickinson diría que es una de esas palabras a las que hay que quitárseles el sombrero. Cabaret: una silla iluminada con un reflector en mitad de un escenario, corsés negros, encajes, piernas largas y delgadas, humo, cigarrillo, alcohol, pastillas antidepresivas…; no encuentro otro cliché para añadir.

Meine Damen und Herren. Mesdames et Messieurs, Ladies and Gentlemen, Damas y Caballeros, con ustedes la internacional, la sensacional: Sally Bowles.

Y en mitad del escenario, Liza Minelli, los ojos más tristes que puedan existir en el mundo, ¡no exagero!, interpretando a Sally Bowles y bajo la dirección de Bob Fosse, guionista original del musical Chicago, adaptado al cine en 2002.

No quiero hablar mucho del argumento de la película, prefiero que la vean. Para eso fue todo este escándalo. Recuerden: CABARET de 1972. Aquí un numerito que puede antojarlos más:

Mein Herr - Lizza Minnelli

domingo, 13 de septiembre de 2009

Vulnerable

“Todo me cambia, todo me vulnera”
Cristina Toro


Cuatro milímetros de carne es lo que me separa del mundo. Yo, a diferencia de Rosario Tijeras, no tengo un chaleco antibalas bajo la piel. Con tan insipiente membrana, cómo pretender que nada me vulnere, si hasta las palabras rasgan poros para abrirse paso y corromperme.

Me piden que trague piedras para endurecer el carácter, que beba plomo para atarme a la tierra. Ellos no conocen las contraindicaciones: de ingerir su remedio sanaría ese deleite masoquista que encuentro en las palabras, esa insistencia autoflagelante de releer un poema, el ardorcito que queda después de la cortada.