“Amor antiguo, cuya remembranza
cada amorosa perspectiva cierra,
eres esa emoción que sólo alcanza
quien se acuerda del mar desde la tierra”
Amor Antiguo – Francisco Luis Bernárdez
cada amorosa perspectiva cierra,
eres esa emoción que sólo alcanza
quien se acuerda del mar desde la tierra”
Amor Antiguo – Francisco Luis Bernárdez
El olor del Croissant caliente a las 9:45 de la mañana siempre me hace recordarlo.
Manuel.
La historia es bastante extraña. Cursábamos el mismo grado, en el mismo grupo: 6°-D. Desde tercero de primaria mi lista de amigos había sido reducida, por orden de la directora de grupo debía salir al recreo con gente diferente, “para que aprenda a integrarse”, había dicho doña Dora, la profesora de tercero.
Y yo que hacía, si eso de hacer amistad no se me daba fácil y prefería andar siempre con los ‘raritos’ que buscábamos la manera de sacar al Titanic de las profundidades del Pacífico norte.
El caso es que había entrado en el bachillerato… y allí estaba yo sentado en un murito en clase de Educación Física, mirando volar una abeja a ras de suelo.
¡Pam, pam, pam! Un zapato sobre las diminutas rayas negras y amarillas.
-Hey, no la mate, no la mate.
-Por qué, y si nos pica.
-Ellas no pican, no ve que no tienen pico.
El asesino de mi protegida era Manuel, un muchachito delgado, pálido, unos ojos castaños bien puestos a lado y lado de una nariz que se me daba mal recordar.
-Manuel Alejandro.
-Julio César.
Rara vez me presento completo, pero en vista de que Manuel presentaba su duplo, yo coloqué sobre la mesa ese par que yo llevo adentro; para que no quedáramos incompletos.
Lo que pasó después fue lo que ya habían previsto los profesores de primaría, me había echado a perder. Ya no quería ‘aprender a intégrame’ a nadie más, me bastaba sentarme en los recreos con Manuel a contarnos las tramas de las películas que queríamos que el otro viera algún día.
-… entonces él se asoma por una de las vitrinas del centro comercial y ¡Buh!, aparece uno de los muertos vivientes, sin un ojo y sin la mano izquierda…
-… entonces la profesora llama a la mamá del niño porque ha estado dibujando unos garabatos todos raros, con unos círculos y sangre…
-…entonces el niño se ha quedado congelado en un carro en el fondo del mar, con su oso de peluche. Muchos años después unos seres, como extraterrestres, lo descongelan…
-… entonces ella no sabe como decirle que la ama, porque su amiga jamás lo va a entender y ella sabe que no es debido…
El ultimo día de clases de ese año llegué a mi casa muy enfermo, algo se estaba fraguando en mis vísceras, algo muy extraño. Pasé una semana entera en la cama, los juicios médicos no eran alarmantes, mi autodiagnóstico sí que lo era. Fue entonces cuando supe que el nombre científico para el amor debía ser Gastritis Erosiva.
Para enero del año siguiente la molestia había desaparecido. Tiempo de alistarse para mi segundo año de bachillerato. Pero, ¡oh, sorpresa!, fue sólo cuestión de pensar en el regreso a clases para que aparecieran otra vez ese ardor y ese temblor en la barriga. Podría jurar que caería nuevamente a la cama sino es porque el malestar se correspondía con la imagen del asesino de abejas en mi cabeza.
Para mi fortuna en un principio y mi desgracia meses después, los años que siguieron los cursamos en grupos diferentes. 7°-H él, 7°-E yo.
-A las 9:45 en el murito de siempre- Me atajó una mano a las siete de la mañana cuando buscaba mi salón el primer día de clases del nuevo año.
Hice de tripas corazón para no vomitarme en ese instante. Qué dicho más adecuado: ‘de tripas corazón’. Claro Manuel, en el recreo nos vemos.
Y en el recreo era que me moría cada mañana. Croissant de queso, gaseosa de ochocientos y vamos Manolito para el murito nuestro a contarnos cuentos.
Yo no podía con mis intestinos, ellos querían irse volando. Aunque era peor a la salida del colegio cuando ya no había nada que hacer, el día que se ha ido y esperar al otro que trajera su tortuosa pero placentera hora del descanso.
Para mitad de año, cuando logré controlar mis ácidos estomacales y el chasquear de mis rodillas, ya el miedo de haberme enamorado de un muchacho era cuento viejo. Veía crucifijos por todas partes, pero en la capilla lo único que pensaba era en la carita de Manuel: Los labiecitos delgados y rojos, muy rojos. La cicatriz en mitad de las cejas de cuando era un niño y se había golpeado contra la barra de una de esas tiendas de lata con publicidad de Coca-Cola. Los ojos a lado y lado de esa nariz que me costaba tanto recordar.
¿Qué carajos tendría su nariz que se me hacía imposible de evocar? Llegaba a mi casa apurado, en esos afanes adolescentes, y esa nariz me hacía zancadilla cuando intentaba rememorarla. Era como si entre el vapor de la tina y mis ansias puberales se tragaran los rasgos de Manuel, y me juraba aprendérmelo de memoria al otro día.
Lo mejor comenzó con la llegada de los celulares a nuestra generación. Prometimos en cada recreo que conseguiríamos uno con cámara y que lo intercambiaríamos cada semana; nunca lo hicimos.
Pero teníamos nuestros humildes aparatos celulares que servían para mandar mensajes de texto a cualquier hora, entre clases:
Manuel.
La historia es bastante extraña. Cursábamos el mismo grado, en el mismo grupo: 6°-D. Desde tercero de primaria mi lista de amigos había sido reducida, por orden de la directora de grupo debía salir al recreo con gente diferente, “para que aprenda a integrarse”, había dicho doña Dora, la profesora de tercero.
Y yo que hacía, si eso de hacer amistad no se me daba fácil y prefería andar siempre con los ‘raritos’ que buscábamos la manera de sacar al Titanic de las profundidades del Pacífico norte.
El caso es que había entrado en el bachillerato… y allí estaba yo sentado en un murito en clase de Educación Física, mirando volar una abeja a ras de suelo.
¡Pam, pam, pam! Un zapato sobre las diminutas rayas negras y amarillas.
-Hey, no la mate, no la mate.
-Por qué, y si nos pica.
-Ellas no pican, no ve que no tienen pico.
El asesino de mi protegida era Manuel, un muchachito delgado, pálido, unos ojos castaños bien puestos a lado y lado de una nariz que se me daba mal recordar.
-Manuel Alejandro.
-Julio César.
Rara vez me presento completo, pero en vista de que Manuel presentaba su duplo, yo coloqué sobre la mesa ese par que yo llevo adentro; para que no quedáramos incompletos.
Lo que pasó después fue lo que ya habían previsto los profesores de primaría, me había echado a perder. Ya no quería ‘aprender a intégrame’ a nadie más, me bastaba sentarme en los recreos con Manuel a contarnos las tramas de las películas que queríamos que el otro viera algún día.
-… entonces él se asoma por una de las vitrinas del centro comercial y ¡Buh!, aparece uno de los muertos vivientes, sin un ojo y sin la mano izquierda…
-… entonces la profesora llama a la mamá del niño porque ha estado dibujando unos garabatos todos raros, con unos círculos y sangre…
-…entonces el niño se ha quedado congelado en un carro en el fondo del mar, con su oso de peluche. Muchos años después unos seres, como extraterrestres, lo descongelan…
-… entonces ella no sabe como decirle que la ama, porque su amiga jamás lo va a entender y ella sabe que no es debido…
El ultimo día de clases de ese año llegué a mi casa muy enfermo, algo se estaba fraguando en mis vísceras, algo muy extraño. Pasé una semana entera en la cama, los juicios médicos no eran alarmantes, mi autodiagnóstico sí que lo era. Fue entonces cuando supe que el nombre científico para el amor debía ser Gastritis Erosiva.
Para enero del año siguiente la molestia había desaparecido. Tiempo de alistarse para mi segundo año de bachillerato. Pero, ¡oh, sorpresa!, fue sólo cuestión de pensar en el regreso a clases para que aparecieran otra vez ese ardor y ese temblor en la barriga. Podría jurar que caería nuevamente a la cama sino es porque el malestar se correspondía con la imagen del asesino de abejas en mi cabeza.
Para mi fortuna en un principio y mi desgracia meses después, los años que siguieron los cursamos en grupos diferentes. 7°-H él, 7°-E yo.
-A las 9:45 en el murito de siempre- Me atajó una mano a las siete de la mañana cuando buscaba mi salón el primer día de clases del nuevo año.
Hice de tripas corazón para no vomitarme en ese instante. Qué dicho más adecuado: ‘de tripas corazón’. Claro Manuel, en el recreo nos vemos.
Y en el recreo era que me moría cada mañana. Croissant de queso, gaseosa de ochocientos y vamos Manolito para el murito nuestro a contarnos cuentos.
Yo no podía con mis intestinos, ellos querían irse volando. Aunque era peor a la salida del colegio cuando ya no había nada que hacer, el día que se ha ido y esperar al otro que trajera su tortuosa pero placentera hora del descanso.
Para mitad de año, cuando logré controlar mis ácidos estomacales y el chasquear de mis rodillas, ya el miedo de haberme enamorado de un muchacho era cuento viejo. Veía crucifijos por todas partes, pero en la capilla lo único que pensaba era en la carita de Manuel: Los labiecitos delgados y rojos, muy rojos. La cicatriz en mitad de las cejas de cuando era un niño y se había golpeado contra la barra de una de esas tiendas de lata con publicidad de Coca-Cola. Los ojos a lado y lado de esa nariz que me costaba tanto recordar.
¿Qué carajos tendría su nariz que se me hacía imposible de evocar? Llegaba a mi casa apurado, en esos afanes adolescentes, y esa nariz me hacía zancadilla cuando intentaba rememorarla. Era como si entre el vapor de la tina y mis ansias puberales se tragaran los rasgos de Manuel, y me juraba aprendérmelo de memoria al otro día.
Lo mejor comenzó con la llegada de los celulares a nuestra generación. Prometimos en cada recreo que conseguiríamos uno con cámara y que lo intercambiaríamos cada semana; nunca lo hicimos.
Pero teníamos nuestros humildes aparatos celulares que servían para mandar mensajes de texto a cualquier hora, entre clases:
Has recibido un SMS de Manuel:
Hola, a las 8:25 en la capilla. Llevá tu celular para que juguemos.
Hola, a las 8:25 en la capilla. Llevá tu celular para que juguemos.
¡Ah!, las escapadas de clase para ir a ver a Manuel a la capilla. Tan espirituales estos muchachos, debían pensar los que pasaban a echarse la bendición a esas horas de la mañana. Todo estaba fríamente calculado: pedíamos una cita médica en la recepción por si algún profesor nos encontraba desprevenidos fuera de los salones, y nos íbamos a la capilla con la excusa de esperar la hora indicada de ir a la enfermería. A veces nos encerrábamos en el confesionario y… bueno, me tocaba morderme la lengua y agarrarme las manos para no ir a saltarle a Manuel encima, que jugaba frente a mí con mi celular, que tenía el juego que a él le gustaba.
-Manuel…
-¿Qué?
-Nada, era una bobada.
-¿Qué pasó?
-No, no, nada, olvídelo.
Bueno, al menos en esos momentos aprovechaba para aprendérmelo, no fuera que esa nariz se me borrara otra vez. ¡Ay, Dios!, si hubiesen visto la manera como se movía su labio inferior cuando jugaba en el celular, le daba pequeños brinquitos nerviosos, y yo me hacía a la idea de que era porque estaba sintiendo lo que yo estaba pensando.
-Manuel, a vos te tiembla el labio de abajo, ¿por qué?
-No sé, no me doy cuenta… vos sí te fijás en esas cosas.
-Es que es muy gracioso, como sí yo… pues, como si estuvieras rezando para que no se callera el muñequito del juego.
-No, es que… yo quiero…
Mierda, y entra el de Religión y nos dice que qué hacemos en el confesionario, que nos salgamos. Entonces le explicamos que tenemos cita a la enfermería y nos hace salir e irnos para la sala de espera… sí claro, cómo no, nos íbamos era para el preescolar donde había un arrume de sillas plásticas blancas y nos podíamos esconder y seguir… jugando en el celular.
Cuando llegó Octavo tuve el impulso de decirle lo de mis entrañas. Pero no me daban los cojones. En cambio inicié una serie de actos subliminales para que él los interpretara. Aunque, no sé qué tan subliminal se pueda considerar la caricatura que pegué a mi carpeta de artística de dos muchachos tomados de las manos, o el libro de Jaime Bayly, o las respuestas que daba a todos los que pretendían joderme la vida:
-¿Es verdad que sos gay?
-No, el gay es mi novio.
-Ah, ¿Manuel?
-No, él…
Y bastaba ese nombre para que en realidad me jodieran la vida.
Sí, Manuel, ¿novio?, no, ¿qué carajos es eso? Aunque… no es disonante. ¡Ah!
Todo comienza a joderse a partir de aquí. Rumores, que no faltan en un colegio moralista y mojigato. Eso le molestó a él, también que otros llegaran a nuestro círculo íntimo del recreo para enfriar el Croissant de queso, para interrumpir el relato de la película en la mejor secuencia.
-Parecés una perra en calor. Todos andan detrás de vos. Y el resto cree que él marica soy yo.
Fue lo último que me dijo. De ahí en adelante el juego no cambió mucho, antes fue más confuso. Miradas vienen, miradas van.
-Natalia, dígale a Manuel que él sabe que yo lo aprecio y que él es mi mejor amigo.
-Mafe, dígale a Julio que él sabe… no, no le diga nada.
El día de la graduación prometí entregarle una carta, pero me pudo el miedo. Sabía que esta historia no sería la misma de haberlo hecho porque tendría un colofón. Aunque, también pienso en esa canción que dice que ‘los amores cobardes no llegan a amores, ni a historias, se quedan allí’. No sé que tendrá de particular esta historia, quizás nada y sólo la disfrute yo al escribirla, la primera puñalada que el amor nos da es la que nunca se olvida. Pero heme aquí, contradiciendo al señor Rodríguez y su canción, cómo le parece: la ha salvado el recuerdo, la ha narrado un zopenco.
Qué cosa más extraña, lo pienso ahora y su nariz no era tan difícil de recordar. Será porque me robé una de las fotos que estaban expuestas en la graduación, a la salida del colegio, de esas que toman los fotógrafos callejeros. Alguno de ellos tomó la única imagen que guardo de Manuel, y que me costó tantos años conseguir para que no se me olvidara su nariz, y me la vengo a encontrar fuera del colegio, precisamente el mismo día que supuse no lo volvería a ver.
Si tan sólo hubiese aparecido antes esa fotografía, o si yo hubiese…
Creo que así está bien. Yo le dije que estudiaría teatro, seguro se quedó creyendo en eso. Supongo que estudia algo con química, aunque sé que me miento: ‘nosotros, los de entonces, no somos los mismos’.
Mis planes por extraer al Trasatlántico del océano no transcendieron, las profecías de mis mentores se cumplieron al pie de la letra, el periodismo vino a reemplazar el vacío de talento para las artes escénicas, ya me inventaré un corcho para rellenar el agujero que me abra el periodismo. No todo está tan mal, al menos me acompañan esa fotografía y el golpe en la cara que me doy cada vez que huelo un Croissant de queso, o cuando veo una caseta con aviso de Coca-Cola en alguna carretera, o cuando los nervios me hacen temblar los labios, o las abejas vuelan a ras de suelo, o los muchachos que...
Huellas mnémicas, una duda y la gastritis erosiva; lo que me queda de Manuel, el asesino de abejas.
-Manuel…
-¿Qué?
-Nada, era una bobada.
-¿Qué pasó?
-No, no, nada, olvídelo.
Bueno, al menos en esos momentos aprovechaba para aprendérmelo, no fuera que esa nariz se me borrara otra vez. ¡Ay, Dios!, si hubiesen visto la manera como se movía su labio inferior cuando jugaba en el celular, le daba pequeños brinquitos nerviosos, y yo me hacía a la idea de que era porque estaba sintiendo lo que yo estaba pensando.
-Manuel, a vos te tiembla el labio de abajo, ¿por qué?
-No sé, no me doy cuenta… vos sí te fijás en esas cosas.
-Es que es muy gracioso, como sí yo… pues, como si estuvieras rezando para que no se callera el muñequito del juego.
-No, es que… yo quiero…
Mierda, y entra el de Religión y nos dice que qué hacemos en el confesionario, que nos salgamos. Entonces le explicamos que tenemos cita a la enfermería y nos hace salir e irnos para la sala de espera… sí claro, cómo no, nos íbamos era para el preescolar donde había un arrume de sillas plásticas blancas y nos podíamos esconder y seguir… jugando en el celular.
Cuando llegó Octavo tuve el impulso de decirle lo de mis entrañas. Pero no me daban los cojones. En cambio inicié una serie de actos subliminales para que él los interpretara. Aunque, no sé qué tan subliminal se pueda considerar la caricatura que pegué a mi carpeta de artística de dos muchachos tomados de las manos, o el libro de Jaime Bayly, o las respuestas que daba a todos los que pretendían joderme la vida:
-¿Es verdad que sos gay?
-No, el gay es mi novio.
-Ah, ¿Manuel?
-No, él…
Y bastaba ese nombre para que en realidad me jodieran la vida.
Sí, Manuel, ¿novio?, no, ¿qué carajos es eso? Aunque… no es disonante. ¡Ah!
Todo comienza a joderse a partir de aquí. Rumores, que no faltan en un colegio moralista y mojigato. Eso le molestó a él, también que otros llegaran a nuestro círculo íntimo del recreo para enfriar el Croissant de queso, para interrumpir el relato de la película en la mejor secuencia.
-Parecés una perra en calor. Todos andan detrás de vos. Y el resto cree que él marica soy yo.
Fue lo último que me dijo. De ahí en adelante el juego no cambió mucho, antes fue más confuso. Miradas vienen, miradas van.
-Natalia, dígale a Manuel que él sabe que yo lo aprecio y que él es mi mejor amigo.
-Mafe, dígale a Julio que él sabe… no, no le diga nada.
El día de la graduación prometí entregarle una carta, pero me pudo el miedo. Sabía que esta historia no sería la misma de haberlo hecho porque tendría un colofón. Aunque, también pienso en esa canción que dice que ‘los amores cobardes no llegan a amores, ni a historias, se quedan allí’. No sé que tendrá de particular esta historia, quizás nada y sólo la disfrute yo al escribirla, la primera puñalada que el amor nos da es la que nunca se olvida. Pero heme aquí, contradiciendo al señor Rodríguez y su canción, cómo le parece: la ha salvado el recuerdo, la ha narrado un zopenco.
Qué cosa más extraña, lo pienso ahora y su nariz no era tan difícil de recordar. Será porque me robé una de las fotos que estaban expuestas en la graduación, a la salida del colegio, de esas que toman los fotógrafos callejeros. Alguno de ellos tomó la única imagen que guardo de Manuel, y que me costó tantos años conseguir para que no se me olvidara su nariz, y me la vengo a encontrar fuera del colegio, precisamente el mismo día que supuse no lo volvería a ver.
Si tan sólo hubiese aparecido antes esa fotografía, o si yo hubiese…
Creo que así está bien. Yo le dije que estudiaría teatro, seguro se quedó creyendo en eso. Supongo que estudia algo con química, aunque sé que me miento: ‘nosotros, los de entonces, no somos los mismos’.
Mis planes por extraer al Trasatlántico del océano no transcendieron, las profecías de mis mentores se cumplieron al pie de la letra, el periodismo vino a reemplazar el vacío de talento para las artes escénicas, ya me inventaré un corcho para rellenar el agujero que me abra el periodismo. No todo está tan mal, al menos me acompañan esa fotografía y el golpe en la cara que me doy cada vez que huelo un Croissant de queso, o cuando veo una caseta con aviso de Coca-Cola en alguna carretera, o cuando los nervios me hacen temblar los labios, o las abejas vuelan a ras de suelo, o los muchachos que...
Huellas mnémicas, una duda y la gastritis erosiva; lo que me queda de Manuel, el asesino de abejas.