Por Julio C. Londoño A. - Juan David Ortiz Franco.
Jimmy Hendrix, John Lennon, Jim Morrison, Joan Baez… si las revoluciones históricas han necesitado de líderes, cabezas visibles, para lograr su cometido; si el Renacimiento necesito de Maquiavelo y Da Vinci para salir del dogmatismo del Medioevo; la ilustración de Goya, Montesquieu, Voltaire y Rousseau para desembocar en la Revolución Francesa y abrir la puerta de la modernidad; los años sesenta no necesitaron de grandes pensadores a la manera clásica, ni de hombres virtuosos para cambiar considerablemente la vida en occidente.
Bob Dylan, Janis Joplin, Pink Floyd… sigo nombrando y cualquiera podría pensar que una generación influenciada por ídolos malditos, no llegaría a ningún lado.
Lo de los años sesenta fue la renovación de la revolución. Si bien es cierto que estuvo precedida por la Generación Beat, que se constituyó por un grupo de escritores que proponía –entre otras cosas– una evolución de lo sexual y el distanciamiento de los valores instaurados por la sociedad estadounidense clásica; la verdadera rebelión se dio cuando los jóvenes comenzaron a abandonar sus casas, y por casas hacemos referencia a todo un sistema impuesto por los padres; abordaron la política y formaron el movimiento hippie.
Y de toda una década de ‘malos ídolos’ quedaron grandes cosas: a la hoguera echaron el tabú del sexo, la aceptación de una ética y unas formas de vida rígidas y la invisibilidad de la mujer. El papel de los jóvenes en la política fue valorado (vote por Lyndon Pigasus Pig) y la presión de estos para acabar con la guerra de Vietnam logró su objetivo.
Alguien dijo alguna vez que quien recordara los sesenta, no los habría vivido. Sabemos por canciones que el cielo era de mermelada, los arboles de mandarina y las flores de celofán amarillo y verde. Psicodelia es la mejor palabra para describir aquella década, se deriva del griego y se podría traducir como ‘manifestación del alma’. Para llegar a esto se necesitaba una llave que destapara el cofre y ‘manifestara el alma’, mejor dicho para ‘psicodelizarse’.
Y como bien es sabido, desde los mismos griegos, el peligro que esconden algunas cajas, lo que salió de allí no fueron sólo bendiciones para las libertades individuales, sino también, del fondo del cajón un engendro que sobrevive aún hoy: el narcotráfico.
Bob Dylan, Janis Joplin, Pink Floyd… sigo nombrando y cualquiera podría pensar que una generación influenciada por ídolos malditos, no llegaría a ningún lado.
Lo de los años sesenta fue la renovación de la revolución. Si bien es cierto que estuvo precedida por la Generación Beat, que se constituyó por un grupo de escritores que proponía –entre otras cosas– una evolución de lo sexual y el distanciamiento de los valores instaurados por la sociedad estadounidense clásica; la verdadera rebelión se dio cuando los jóvenes comenzaron a abandonar sus casas, y por casas hacemos referencia a todo un sistema impuesto por los padres; abordaron la política y formaron el movimiento hippie.
Y de toda una década de ‘malos ídolos’ quedaron grandes cosas: a la hoguera echaron el tabú del sexo, la aceptación de una ética y unas formas de vida rígidas y la invisibilidad de la mujer. El papel de los jóvenes en la política fue valorado (vote por Lyndon Pigasus Pig) y la presión de estos para acabar con la guerra de Vietnam logró su objetivo.
Alguien dijo alguna vez que quien recordara los sesenta, no los habría vivido. Sabemos por canciones que el cielo era de mermelada, los arboles de mandarina y las flores de celofán amarillo y verde. Psicodelia es la mejor palabra para describir aquella década, se deriva del griego y se podría traducir como ‘manifestación del alma’. Para llegar a esto se necesitaba una llave que destapara el cofre y ‘manifestara el alma’, mejor dicho para ‘psicodelizarse’.
Y como bien es sabido, desde los mismos griegos, el peligro que esconden algunas cajas, lo que salió de allí no fueron sólo bendiciones para las libertades individuales, sino también, del fondo del cajón un engendro que sobrevive aún hoy: el narcotráfico.
La contracultura hippie buscaba alternativas de pensamiento y estilos de vida diferentes a los del Tío Sam. Fueron muchos los que viajaron a oriente para aprender de la filosofía de otros pueblos, incluso los que visitaron las tierras del sur que tantos idealizaban como comunidades no desarrolladas, estancadas en la prehistoria, o repletas de tribus indígenas. Lo que encontraron en Mexico fue la cultura del peyote, los alucinógenos y los rituales que los conectaban con la madre tierra, la Pachamama. Un poco más abajo encontraron un terreno fértil, ideal para la semilla de la Ganja, el lugar prometido por Gaia, la diosa tierra de los movimientos New Age.
Lo que en un principio pareció ser el inicio de una nueva forma de la humanidad, lo convirtieron los medios de comunicación en un movimiento más de masas, y los fabricantes de la droga lo adormecieron con opiáceos. La nueva moda quedó estancada en las calles de San Francisco y perdió su impulso. Eso sí, el mundo no fue el mismo después de aquella época, pero de la bipolaridad del Comunismo-Capitalismo, pasamos a la de la libertad y la adicción –no muy diferente de la anterior–, todos tras un pedazo de materia verde: fuera hierba o fuera billete.
Mientras tanto, en el futuro próximo...
Dicen por ahí en radio que hay una mata que mata. Ante la posibilidad de que una planta carnívora engulla ávida de sangre todo lo que se atraviese a su paso, porque además se desplaza, actitud perfectamente normal en las matas, será necesario crear un frente ciudadano que eche mano de la moral y las buenas costumbres como armas de batalla para enfrentar el ataque.
Y es que simplemente la idea de una mata con poderes sicariales, óigase bien, sólo la idea, debería ser razón para que las cachiporras se repartan en los parques públicos o lleguen por correo certificado y todas las personas de bien salgan al embate del potencial peligro forestal.
Y así se ha hecho. Las personas de bien, figura que genera más pánico incluso que el arbusto genocida, han encabezado una cruzada en contra de la jurisprudencia consignada en la sentencia C-221 de mayo 5 de 1994, donde la Corte Constitucional Colombiana, declara inexequibles los artículos 51 y 87 de la Ley 30 de 1986, permitiendo así el porte de una dosis personal de estupefacientes.
Pero ¿qué tiene que ver la furia camandulera de las personas de bien con el proceso informativo?
En realidad nada, a menos que en un caso hipotético los medios de comunicación sean en sí mismos la anciana camandulera:
“No busquen los falsos paraísos, ya que el respeto por los valores éticos les dará la felicidad y alegría que anhelan… Es necesario insistir en el valor de un cuerpo sano y un espíritu recto, que permita formar hombres de bien, con capacidad y fortaleza para enfrentar una vida con dignidad.” (Jovenes: no se dejen engañar. Periódico El Colombiano, 22 de marzo de 2010)
Si bien el espíritu normativo de la ley y el posterior fallo judicial no corresponden estrictamente a una relación entre un medio de comunicación y un particular, ni existe una conexión directa entre la temática de la sentencia y el proceso informativo, si resulta llamativo el papel de los medios de comunicación en la construcción de opinión pública y de escenarios de debate sobre la penalización o no del porte y consumo de la dosis personal de estupefacientes.
Colombia es un Estado Social de Derecho con una organización institucional que permite distinguir claramente los tres poderes públicos:
ARTICULO 113. Son Ramas del Poder Público, la legislativa, la ejecutiva, y laLa norma se configura necesariamente como un elemento de debate, sin embargo, lo anterior permite verificar que existen principios rectores, consignados en la Constitución que determinan los procedimientos legales y las competencias institucionales en su promulgación.
judicial.
Además de los órganos que las integran existen otros, autónomos e independientes, para el cumplimiento de las demás funciones del Estado. Los diferentes órganos del Estado tienen funciones separadas pero colaboran armónicamente para la realización de sus fines.
ARTICULO 241. A la Corte Constitucional se le confía la guarda de la integridad y
supremacía de la Constitución, en los estrictos y precisos términos de este artículo. Con tal fin, cumplirá las siguientes funciones:
4. Decidir sobre las demandas de inconstitucionalidad que presenten los ciudadanos
contra las leyes, tanto por su contenido material como por vicios de procedimiento en su formación.
En ese sentido no está en duda que cualquier prohibición o cualquier permisión, por benévola que parezca, cuente siempre con un escenario de discusión donde en primera línea se ubican quienes se consideran directamente afectados. Sin embargo la esfera de discusión cuenta como punto de partida con los escenarios institucionales que garantizan la legalidad de la norma a pesar de que no exista consenso, como sucede en todos los casos, en lo referido a su pertinencia.
En el caso de la demanda instaurada en contra de los artículos 51 y 87 de la ley 30, el accionante y la Corte coinciden en afirmar que es contradictorio en un sistema jurídico, la permisión de sustancias con efectos de carácter público más evidentes como el alcohol, mientras se prohíbe el uso de psicoactivos que en la mayoría de los casos generan efectos exclusivamente en la personan y que en casi todos los casos no se exteriorizan.
Por otra parte, uno de los argumentos más sólidos del demandante consiste en que ante la incapacidad del Estado o la inexistencia de los recursos necesarios para tratar la enfermedad del adicto, es su deber permitir el uso de las sustancias que alivian su enfermedad, garantizando así sus derecho a estar “psicofisiológicamente enfermo”.
En relación con lo anterior la Corte, en sus consideraciones habla de la competencia del derecho exclusivamente en la regulación de las conductas interferidas, es decir, en “las acciones de una persona en la medida en que injieren en la órbita de acción de otra u otras, se entrecruzan con ella, la interfieren”. Mientras esta condición no se cumpla es la moral la que evalúa al sujeto actuante. Podría de esa manera considerarse que el derecho es bilateral mientras la moral es unilateral y por esa razón no existen condiciones de exigibilidad cuando la regulación de conducta le compete al ámbito de la moral.
Es justamente la tensión entre los valores éticos, y la moral estrictamente unilateral, la que implica el análisis de las acciones de un medio de comunicación al ejercer en sus páginas el derecho a informar desde su postura ideológica.
Sería un contra sentido exigir del medio que este en total acuerdo, con toda la normatividad existente, más aún, tratándose de un tema tan polémico como la despenalización que toca necesariamente las fibras de la concepción del cuerpo de la fe católica.
Lo que sí es posible es exigir del medio de comunicación la ilustración suficiente sobre el tema, de modo que no sea una página editorial, la encargada de informar y juzgar al mismo tiempo sobre un determinado tema.
En un país en donde aún se mata en nombre de Dios, donde lo más importante es la existencia de leyes naturales entendidas como código de conducta pero su aplicación puede posponerse según qué tan rezandero sea el infractor, donde el desarrollo sigue asociándose con la cantidad de humo sobre las ciudades y la disminución de la población rural, difícilmente puede hablarse de acatamiento a la norma aún desde las altas esferas del poder.
Es precisamente en nombre de Dios, que se entiende al Estado, como tratándose del poder divino emanado por designio celestial en un hombre, como el dueño y absoluto poseedor de sus conductas en relación incluso con su fuero interno. Bajo la postura de que es deber del Estado garantizar la utilidad de sus miembros en el medio y que su ausencia significaría una pérdida para la sociedad, se le impide a quien así lo determine, disponer de lo único que está circunscrito a su exclusiva y legítima autoridad, su cuerpo.
La prohibición en Colombia se constituye a la vez como una posibilidad de quebrantamiento, cada una significa la puesta en marcha de mecanismos de público conocimiento para encontrar los baches de la norma y ubicar determinadas acciones en la barrera de la legalidad.
"En la pared de una fonda de Madrid, hay un cartel que dice: Prohibido el cante. En el aeropuerto de Río de Janeiro, hay un cartel que dice: Prohibido jugar con los carritos porta-valijas. O sea: todavía hay gente que canta, todavía hay gente que juega". (Ventana sobre las prohibiciones. Eduardo Galeano, Las Palabras Andantes.)
Mientras desde los pulpitos y las páginas de los periódicos se defiende el orden y la autoridad cuando las decisiones emanadas de los poderes del Estado coinciden con las posturas que se delimitan desde eso escenarios, en caso contrario, la instigación es a la desobediencia y al no acatamiento de la norma.
Aunque no exista una evidencia plena de una invitación a desobedecer la ley, es claro que los medios de comunicación acuden a las ideas de moral y buenas costumbres para que la persona frente a la posibilidad de ejercer un derecho, regule sus conductas y renuncie a él en un sistema de autoflagelación en defensa del ideal de “hombres de bien” impuesto desde los micrófonos o las páginas editoriales y actuante en las costumbres.
En Conclusión
En lo que a legalizar una dosis máxima de consumo respecta, existe el dilema entre libertades personales y el problema del narcotráfico, los magistrados de la Corte la definen como: Una paradoja inexplicable y una contradicción protuberante. La sentencia bien lo explica: “Por un lado se autoriza el consumo de la dosis personal, pero por otro se mantiene la penalización del narcotráfico. Es decir que se permite a los individuos consumir droga, pero se prohíbe su producción, distribución y venta”.
La lucha contra el narcotráfico ha servido de bandera para las campañas políticas, para fortalecer las relaciones con otros países y para justificar la inversión en la guerra. Los dineros ilícitos de las mafias han contribuido a campañas políticas y solventado, en apariencia, algunos problemas sociales como la pobreza. Pero los señores del ‘cartel’ no saben de caridad, pasan su cuenta de cobro cuando hacen su labor social, no se quedan con nada de nadie.
El narcotráfico es el monstruo, pero seguimos pensando que sus aliados son los consumidores, entonces criminalizamos –además del delincuente–, a la víctima. El columnista de El Espectador Klaus Ziegler dice al respecto: “Es un absurdo pretender que la penalización de la dosis personal disuada al adicto de consumir más droga, y una ingenuidad mayúscula creer que vaya a disminuir su producción y distribución”. El Gobierno, y junto a él, los ‘colombianos de bien’ y las instituciones ‘éticamente correctas’, se apoyan en “prejuicios morales y no poseen ningún fundamento empírico. Encarcelar al adicto, no sólo es cuestionable desde el punto de vista ético, sino que además es confundir a la víctima con el victimario”. Porque la verdad reside en que la drogadicción no es una depravación, como tradicionalmente se piensa, sino una enfermedad considerada por la Organización Mundial de la Salud como crónica.
Los magistrados que tomaron la decisión de derogar los artículos y aprobar la legalidad de una dosis mínima, plantearon desde la misma emisión de la sentencia la contradicción que significaba; sin embargo, los medios de comunicación con presupuestos como si no consumes mata que mata: “te veras diferente, con la frente más alta, las manos más limpias”, han colaborado a extender el pensamiento de que quien consume drogas tiene las manos sucias y también hace parte del engranaje del narcotráfico, en pocas palabras y recurriendo a lo antes mencionado: criminalizar al adicto por su adicción.
Entonces ¿tumbaron la pena? !Zas¡
ResponderEliminarLibertad y naturalidad
No señor no hay mata que mata (como le dicen por ahí, a los que dicen)