Me suena por eme: Mar… ta, no. Mar… cela, no, no, tampoco. Mar… ¡Martina!, sí, Martina. Martina es su nombre.
Esta mañana ha ido al mercado, pero primero, tomó un taxi desde su casa con destino al centro, donde queda el mercado. Mientras el taxista se le insinuaba por el espejo retrovisor, ella hacía lista mental de su compra semanal. Algo debió molestarle cuando el taxista volteó, aprovechando un semáforo en rojo para detallarle las piernas, porque ella le entregó un billete y sin esperar el cambio bajó del auto y caminó tres cuadras hasta el mercado. Pero antes entro en una cafetería, pidió un café caliente, dos cubitos de azúcar y revolvió mientras intentaba descifrar el titular de la primera plana del periódico que un hombre sostenía frente a ella. Un hombre con cara de acontecimiento, de noticia, pensó, porque no podía verle el rostro, en cambio sí sus manos.
En el mercado tomó una canasta y puso los tomates sobre el arroz para que no se estropearan con el peso, compró la leche, los huevos, las libras de carne y tres pimentones… los pimentones. Se tomó su tiempo con los pimentones y escogió los más rojos y olorosos.
Regresó a casa en autobús para evitar disgustos, pero había olvidado ya la montonera de manos sueltas que andan a la espera de vulnerar nalgas y pechos y cualquier pedazo de carne que se antoje a menos de un centímetro. Los muchachos restregándose para llegar a la puerta trasera, las piernas que se juntan en los asientos contiguos.
Alguien le rozó bajo el ombligo, al parecer sin querer, y le disgustó sentir la irritación del pubis recién depilado. Y la canastita con el mercado estrujada contra el suelo, quizá los huevos estarían revueltos con tanto movimiento, refritos con el calor imbatible de un medio día eterno y los tomates desjugados y los pimentones... y los pimentones. Y ese escozor entre las piernas, el sudor de los muchachos que regresan de estudiar, y el de los obreros.
Fatigada por el día, Martina no cocinó. El teléfono no sonaría, y si no sonaba pues lo mejor era usarlo para que no se cansara de estar allí sin función alguna. Llamó a algún restaurante cercano, al fin una visita, al menos el timbre, al menos no cocinaría.
Telenovela no habría esa noche, discurso del presidente, noticiero, cierre de emisión.
Le ardían las carnes por el día. Le espoleaban los vellos reincidentes. Le temblaba el cuerpo. Los pimentones. Los obreros. Los dedos, qué bien se sienten los dedos donde incomoda. Martina, toda su rutina, las manos que se asoman desde un periódico, las mismas que ahora hurgan en las fundas, unos ojos observándola por el retrovisor y ella hundiendo su mirada en la almohada para no verla, o para recrearla con más firmeza. Una cuchara revolviendo el café… los dedos.
Los pimentones y las espaldas que esconden. Cuántas espaldas en un pimentón, todas hacia afuera y dentro del pimentón todos se miran y es un vacío. Y las espaldas de los muchachos y los obreros, y las telas pegadas por el sudor del medio día. Un estudiante toca su puerta, un obrero llama al teléfono. El galán de la tele, también el presidente. Todos escarbando entre sus faldas, rebujándole el hastío. Todos aplacando la irritación, mojándole el fastidio de los días.
Hacía tanto tiempo no llovía y Martina no se dio por enterado. Quizá fuera un sábado, porque olvidó lavarse los dientes esa noche antes de dormir y se dispuso a soñar.
Esta mañana ha ido al mercado, pero primero, tomó un taxi desde su casa con destino al centro, donde queda el mercado. Mientras el taxista se le insinuaba por el espejo retrovisor, ella hacía lista mental de su compra semanal. Algo debió molestarle cuando el taxista volteó, aprovechando un semáforo en rojo para detallarle las piernas, porque ella le entregó un billete y sin esperar el cambio bajó del auto y caminó tres cuadras hasta el mercado. Pero antes entro en una cafetería, pidió un café caliente, dos cubitos de azúcar y revolvió mientras intentaba descifrar el titular de la primera plana del periódico que un hombre sostenía frente a ella. Un hombre con cara de acontecimiento, de noticia, pensó, porque no podía verle el rostro, en cambio sí sus manos.
En el mercado tomó una canasta y puso los tomates sobre el arroz para que no se estropearan con el peso, compró la leche, los huevos, las libras de carne y tres pimentones… los pimentones. Se tomó su tiempo con los pimentones y escogió los más rojos y olorosos.
Regresó a casa en autobús para evitar disgustos, pero había olvidado ya la montonera de manos sueltas que andan a la espera de vulnerar nalgas y pechos y cualquier pedazo de carne que se antoje a menos de un centímetro. Los muchachos restregándose para llegar a la puerta trasera, las piernas que se juntan en los asientos contiguos.
Alguien le rozó bajo el ombligo, al parecer sin querer, y le disgustó sentir la irritación del pubis recién depilado. Y la canastita con el mercado estrujada contra el suelo, quizá los huevos estarían revueltos con tanto movimiento, refritos con el calor imbatible de un medio día eterno y los tomates desjugados y los pimentones... y los pimentones. Y ese escozor entre las piernas, el sudor de los muchachos que regresan de estudiar, y el de los obreros.
Fatigada por el día, Martina no cocinó. El teléfono no sonaría, y si no sonaba pues lo mejor era usarlo para que no se cansara de estar allí sin función alguna. Llamó a algún restaurante cercano, al fin una visita, al menos el timbre, al menos no cocinaría.
Telenovela no habría esa noche, discurso del presidente, noticiero, cierre de emisión.
Le ardían las carnes por el día. Le espoleaban los vellos reincidentes. Le temblaba el cuerpo. Los pimentones. Los obreros. Los dedos, qué bien se sienten los dedos donde incomoda. Martina, toda su rutina, las manos que se asoman desde un periódico, las mismas que ahora hurgan en las fundas, unos ojos observándola por el retrovisor y ella hundiendo su mirada en la almohada para no verla, o para recrearla con más firmeza. Una cuchara revolviendo el café… los dedos.
Los pimentones y las espaldas que esconden. Cuántas espaldas en un pimentón, todas hacia afuera y dentro del pimentón todos se miran y es un vacío. Y las espaldas de los muchachos y los obreros, y las telas pegadas por el sudor del medio día. Un estudiante toca su puerta, un obrero llama al teléfono. El galán de la tele, también el presidente. Todos escarbando entre sus faldas, rebujándole el hastío. Todos aplacando la irritación, mojándole el fastidio de los días.
Hacía tanto tiempo no llovía y Martina no se dio por enterado. Quizá fuera un sábado, porque olvidó lavarse los dientes esa noche antes de dormir y se dispuso a soñar.
Es genial, siempre que lo leo me recuerda a María de Satanás, no sé si será por lo del mercado o por lo del taxi, o simplemente su sexualidad tímida, pero me gusta mucho, tvb
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